No pude escribir en el blog. Razones me sobran y soy culpable de todas ellas.
– Señora, si lo que usted pretende es enojarme, hay formas más fáciles de hacerlo. Podría, por ejemplo, colocarme un ají en el culo y apretarme los cachetes.
-…
– Olvídelo. Sonó demasiado divertido.
Por un lado tengo una jornada laboral extraña. Mi horario de salida es casi todos los días a las 20:00, pero sin turnos de urgencia y sin trabajo durante los fines de semana. Es como el paraíso y el infierno al mismo tiempo, pero al menos me pagan.
Sobre eso mismo, van dos meses de sueldo pero ni siento los dólares. Se me fue casi todo en gastos, pesrros, pago de deudas y en queso con jamón. Cerrar la cuenta corriente del Banco de Chile fue una batalla campal. Ardió Troya. A pesar de pagarles las deudas y los intereses, los malditos querían más, pero mi romance con ellos se terminó.
– Pero señor, le daremos cualquier cosa si usted decide seguir siendo nuestro cliente.
– ¿Ah, cómo? ¿Cualquier cosa?
Tal vez en un par de meses veré por fin los números azules.
Lo sé. Es cierto. Si me hubiera quedado en Santiago las cosas sería más baratas y cómodas.
Pero no podría ver el mar todos los días.
Me sofocaría en su aberrante sistema de transporte público.
Seguiría viviendo en una casa herida de muerte desde que se destapó la gran olla y mi padre se fue para no volver. Desde entonces mi hermana y mi madre no paran de pelear a diario y no estoy ni ahí con ser la leña del fuego.
Seguir en Santiago significaría volver al encierro, al calor.
Volver a esa maldita sensación de «forever alone» que me daba por las tardes, y que apenas se apagaba al escribir en este blog.
Transitar por calles llenas de malos recuerdos.
– Mira, lo que necesitas es buscarte una mujer menos histérica. Y cambiar de ciudad.
Escapar hacia Valparaíso fue una aventura y acto sicomágico, todo en uno. Salú por eso.
(Jodoviejo, revuélcate en tu catre!)